No hay hombres lobo en la gran ciudad

Autora: Anna Maria Villalonga
Relat inclòs a: Moon Magazine
Gènere:  Narrativa negra
Veu: Miquel Llobera
Durada: 6:26 min

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No hay hombres lobo en la gran ciudad. No los hay. No importa que la luna llena ilumine la bóveda celeste con su esplendor y su redondez, formando un círculo perfecto. Ningún humano sufrirá su influjo ni se convertirá en una bestia maligna. Ninguno. Esa historia es un mito, un cuento, una invención. Una distracción del cine y de la literatura, una diversión para adolescentes impresionables.

No hay hombres lobo.

Él, por fin, lo sabe. Le han convencido. Se lo han dicho los médicos, los amigos, la familia. Ha estado ingresado en un sanatorio, ha asistido a terapia de grupo, ha ingerido obedientemente un montón de pastillas. Y la realidad se ha impuesto. No hay hombres lobo. Ni en la ciudad, ni en el bosque, ni en ninguna parte. Es así de sencillo: los hombres lobo no existen.

Ya no tiene problemas para salir de casa, aunque sea tarde y Selene gravite, brillante y plena, sobre el cielo de la ciudad. Antes le resultaba imposible, tenía miedo. Un hombre lobo podía atacarlo, clavarle las garras, destrozarle la carne, destriparlo. Sin embargo, ahora ya no, porque no hay hombres lobo. Puede estar tranquilo.

Desde la ventana ha observado la serenidad de la noche, así que decide salir a pasear. No le importa que sea el primer día de la luna llena. Es un hombre nuevo y le apetece deambular sin prisa, vagar por las calles, notar el asfalto bajo los pies. Ha estado encerrado demasiado tiempo y quiere recuperar la sensación de la brisa en el rostro, la reconfortante calma de una ciudad que ya no le asusta. Sin rumbo fijo, se pone a caminar.

Cuando lleva recorridos unos cuantos metros, le parece que un sonido extraño ha rasgado el silencio. Aminora la marcha para escuchar mejor. Sí, ahora lo percibe claramente. Hay alguien a su espalda, hollando la acera con unos pasos difusos, como si anduviera camuflándose para no hacer ruido. Él se inquieta un poco, pero luego comprende que no tiene motivos. No pasa nada. Solo es otra persona que ha salido a disfrutar de la agradable noche. Sigue adelante. Le gustaría volverse a mirar, pero no se atreve. En cambio, echa un vistazo a su alrededor. Ojalá descubriera que no se encuentra solo, que hay algún viandante más. Por desgracia, la calle está desierta. El desasosiego crece en su interior, no puede evitarlo. Se le encoge el estómago con una punzada demasiado conocida. Y le asaltan las ganas de huir corriendo.

Pero no. No. No lo hará. Porque no hay hombres lobo.

Aun así, aprieta el paso. Y entonces, sin previo aviso, el otro lo hace también. Él se da cuenta por el taconeo acelerado de las botas de su perseguidor, que ya no intenta ocultarse. Como un loco, empieza a correr, el corazón atenazándole la garganta, la visión borrosa, el pecho convertido en una piedra que no le deja respirar. Le parece que avanza, pero luego nota que no. Apenas se mueve. No sabe si le fallan las piernas, solo entiende que es presa de un pánico inmenso, desaforado, que ni siquiera le permite hallar la voz para gritar.

Cuando el desconocido le alcanza y le tira al suelo, él ya se ha convertido en un niño indefenso. El filo de una navaja le acaricia la barbilla, la nuez, se le apoya juguetonamente sobre la yugular.

—Dame todo lo que llevas o te rajo aquí mismo.

No

lleva mucho, pero se lo da sin rechistar. Espera que el asaltante se vaya, pero en lugar de eso le golpea la cara con la mano abierta y le arranca el reloj. Él sigue en el suelo, no puede levantarse. Farfulla algo con voz queda, con un quejido como de gato enfermo. El otro, apretando la mandíbula, le asesta en las costillas un brutal puntapié.

—Cállate, hijo de puta.

Él se hunde, no puede controlar un chorro maloliente y cálido que de repente se le cuela entre las piernas. Un líquido pegajoso que le empapa los pantalones, los calcetines, los zapatos. En silencio, empieza a llorar. No puede reprimirse. Se está orinando encima, con la cara llena de lágrimas.

El perseguidor se agacha a su lado, muy cerca. Rostro con rostro, aliento con aliento. Con frialdad premeditada, le clava una mirada dura como el diamante.

Le taladra los párpados, el cerebro, la piel.

—Sé dónde vives, cabrón. Si me denuncias, te mato.

Él se echa a temblar. El otro se yergue con parsimonia, le patea el costado con la punta de la bota y se aleja calle abajo protegido por las sombras, riendo entre dientes. Él cierra los ojos, sin parar de llorar, intentando en vano ponerse en pie.

No hay hombres lobo en la gran ciudad

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